Salir

        Se quedaron solos y en silencio unos minutos. No tenía muchas ganas de hablar y no se sentía incómoda. Jorge no había vuelto a leer. Estaba abstraído, mirando el papel pintado. Por fin se decidió a hacerle la pregunta.

        -Tú sabes por qué estamos aquí, ¿verdad? -dijo con tranquilidad. No tenía miedo de la respuesta. Realmente, hacía tiempo que no tenía miedo de casi nada.

        -Creo que sí -dijo él-. Pero, ¿qué más da?

        -¿No te quieres ir?

        -No lo sé. Me parece que no.

        -¿Crees que podríamos vernos fuera? ¿Y a Anna? De repente estoy empezando a agobiarme. ¿Por qué no nos vamos? Podemos ir a tomar algo. Conozco un sitio no muy lejos.

        -¿La Pista?

        -Sí, ¿lo conoces? Yo antes curraba cerca.

        -Lo conozco.

        -Pues, vámonos. Yo te invito.

        -No. Yo no puedo irme.

        -¿Por qué no?

        -Todo es culpa mía.

        Poco a poco le estaba empezando a irritar tanta autocompasión. Jorge tenía sus mismos defectos y por eso la estaba poniendo tan nerviosa. Anna tenía razón; eran unos cobardes.

        Se levantó de la silla, se colgó el bolso en bandolera y cogió su bolsa de deporte del suelo.

        -Somos iguales -le dijo-. Yo también me he pasado la vida culpándome de todo. Todo me sale mal y todo es por mi culpa, pero, sinceramente, ya me importa una mierda de quién sea la culpa. Deberías venirte conmigo. Da igual lo que hayas hecho. Lo que nos hayas hecho. ¡Apechuga! Levanta el culo de esa cama asquerosa y deja a Murakami para otro momento, tío. ¡Vente conmigo!

        -¡Pero no puedo!, tú no sabes…

        Las lágrimas le rodaban por las mejillas sin afeitar. Tiró el libro a un lado y se puso de pie. Ella le miró desde la puerta.

        -Me voy. Tú sabrás lo que haces. Al final todos estamos solos, pero me gustaría volver a verte. Adiós, Jorge, buena suerte.

        Salió de la habitación sin mirar atrás. Volvió a bajar las escaleras hacia la recepción vacía y se dirigió a la puerta en la que parpadeaba la luz verde con el nombre el hotel. “Vagabundo”. El nombre era adecuado. No pudo evitar un último vistazo a las escaleras por si él se hubiera decidido, pero allí solo había sombras. Atravesó la pesada puerta de cristal y el viento fresco envolvió su cuerpo.

        Alguien le estaba hablando: “Marta, ¿puede oírme? ¿Me escucha?” “Parece que responde”.

        Estaba tumbada en el suelo mojado. El semáforo en verde brillaba sobre su cabeza. A su derecha estaba el coche con la puerta abierta y el airbag desinflado. A su izquierda, un patinete eléctrico tirado en el suelo y una moto de gran cilindrada destrozada. La mujer de la ambulancia seguía hablándole: “Marta, ha tenido un accidente, pero, esté tranquila, vamos a llevarla ahora mismo al hospital”.

        Las lágrimas empezaron a empañarle los ojos.

       -¿Y la chica? -consiguió articular-, ¿y el hombre de la moto? -susurró con la voz quebrada.

        La enfermera la miró algo desconcertada.

        -La chica está consciente, ya va camino del hospital. El hombre desgraciadamente está en parada, están intentando reanimarle.

        Sintió un nudo en la garganta y empezó a sollozar.

        -Jorge, vete -susurró-. ¡Sal de ahí! -gritó antes de volver a perder la consciencia.

FIN

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