Es ficción

        “Camina sin mirar atrás y deja a su espalda las últimas palabras que pudo haber pronunciado y no pronunció”.

        Escribo esto y no sé a dónde podría llevarme esa única frase; qué senderos extraños podría recorrer mi mente, qué personaje, qué lugar, qué historia, qué ideas, qué sentimientos. No lo sé, pero es bastante adictivo dejarse llevar por esos pensamientos de ficción en estos largos días de verano.

        Cuando leí El peligro de estar cuerda de Rosa Montero, me reconocí bastantes veces en sus anécdotas sobre la ensoñación.

        Desde niña siempre he tenido tendencia a pasar mucho tiempo dentro de mi cabeza. Ya hablé de ello en “La noria”, pero ahí me refería más a pensamientos de tipo argumentativo (discutir conmigo misma, vamos) o de indagación (intentar entender algo). Aquí me refiero a las ensoñaciones de ficción, esas ensoñaciones en las que imaginas una escena, con unos personajes (no necesariamente inventados, a veces partes de alguien real o de una situación que has vivido o te han contado) a los que les ocurren todo tipo de cosas imprevisibles. Cosas que van llegando a tu mente y tú vas seleccionando en función de la verosimilitud que tendrían en ese mundo que has creado.

        Las ensoñaciones pueden ser tan intensas, como dice Montero, que, si pasas mucho tiempo imaginando algo, casi se vuelve real para ti.

        En el fondo, no es nada fácil diferenciar la realidad de la ficción, porque todo tiene que pasar por el filtro de nuestras mentes. Nadie puede pensar fuera de sí mismo, así que: ¿cómo saber si lo que consideras real es real de verdad? Descartes lo tenía claro: Dios existe, es bueno y no nos va a confundir; lo que parece real, es real. Pero, a pesar de la sequía, ha llovido mucho desde el siglo XVII; ahora ninguno haríamos esa afirmación sin que nos temblara el pulso. El siglo XX fue el siglo de la relatividad y el XXI… cualquiera sabe.

        El caso es que es muy placentero el mero hecho de imaginar por imaginar, sin tener ni siquiera la idea de poner por escrito la historia a la que has dado forma. Ser ese pequeño Dios creador de tu propio mundo, ese pequeño demiurgo de andar por casa, puede convertirse en algo apasionante.

        Tantas tardes de verano, con diez, once o doce años; aburrida como una ostra, sin absolutamente nada que hacer y con 40 grados a la sombra, ¿qué otra cosa podía hacer sino soñar con un mundo diferente? Es verdad que leía, cuando podía (en mi casa no había libros ni en el pueblo biblioteca), pero le había dado ya tantas vueltas a Los cinco en la isla Kirrin que me sabía los diálogos. Era necesario encontrar otras historias, otros mundos posibles: mis mundos.

        La capacidad de imaginar, de fantasear, de soñar hace soportable la vida (o me hace soportable la vida). Cuánta gente no hay obsesionada con acumular experiencias, como si eso fuera a darle sentido a todo o a salvarles de la muerte. Qué necesario me parece a veces no hacer nada, solo dejar vagar la mente, libre, por donde quiera ir, sin censura ni miedo. No sé por qué pero, en ocasiones, me resulta mucho más placentero que el puro disfrute hedonista de los placeres “reales”. La acumulación de experiencias me deja fría, vacía. Es como si entraran en una enorme bolsa que tiene el fondo roto y fueran escapándose por él de la misma manera en la que entraron.

        De vez en cuando, me apetece poner por escrito alguna de esas fantasías, simplemente para que no se me olvide o porque creo que a alguien le podría apetecer leerla, pero no siempre. En ocasiones son demasiado locas o íntimas o banales. Pero esas también me sirven. Son mi serie de Netflix cuando me aburro y en ella ocurre lo que yo quiero. Bueno, o lo que mi subconsciente quiere, o cualquiera sabe…

        Es difícil sustraerse a la posibilidad de que ni uno mismo sea real. Quién me dice que lo que imagino no es lo que alguien está imaginando que imagino. Quién os asegura que no sois unos Augustos en busca de Unamuno.

        Probablemente no tenga mayor importancia, pero tiene su gracia pensar en el valor que le damos a tantas cosas absurdas, cuando ni siquiera sabemos lo que somos.

        En fin, felices sueños.

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