
Los días comunes conforman en gran medida el concepto que tenemos de la vida y de la realidad. Le dan una falsa sensación de inmutabilidad a nuestro mundo.
Despertador, desayuno, ducha, atasco, curro, etc.
Anodino, pero tranquilizador.
Parece que todo fuera a seguir igual eternamente.
Cuando ya van varios días comunes seguidos, sin nada especial que resaltar en ellos, siempre empiezo a sentirme como un casco azul en un campo minado. Tengo la certeza de que va a haber una explosión en cualquier momento y no sé si podré desactivar el desastre antes de que ocurra.
Los días comunes son hielo quebradizo en primavera, aguas mansas que ocultan la resaca.
A veces, pienso, supersticiosamente, que las pequeñas irregularidades de algunos de estos días me salvarán de un desastre mayor. Si he tenido una pequeña discusión en el trabajo o si rompo algo que me gustaba, cosas así. Siento que esas pequeñas incidencias desagradables juntas y acumuladas tienen que equivaler a un gran horror.
Como buena pesimista, nunca se me ocurre pensar que lo que rompa la rutina pueda ser algo bueno. A las cosas buenas se las espera poco y, cuando ocurren, se recela siempre un poco de ellas, como si nos estuvieran engatusando con caricias para darnos después un buen tortazo.
El caso es que llevaba ya unos cuantos días comunes y de repente hoy he recibido un par de noticias un poco desconcertantes. No es que haya explotado la mina, pero siento que puedo haber escuchado el chasquido que la activa y temo levantar el pie.