
-¿Y por qué está en tu habitación? -la chica preguntaba por el lector misterioso.
-No lo sé. No lo recuerdo. Me he despertado ahí antes, pero estaba sola. He bajado al coche para irme, pero al final, me he quedado.
-¿Y tú tampoco te acuerdas de nada?
El hombre levantó la mirada del libro.
-No.
-¡Joder!, sois la leche de raros los dos -la muchacha se había puesto la camiseta prestada que le quedaba desconcertantemente larga y la miró encogiendo los hombros.
-Ya. No es mía. Coge otra cosa…
-No. Me gusta. Es igual de rara que vosotros.
-Aunque no lo creas, chavala, hay cosas peores -intervino el hombre levantando brevemente los ojos del libro.
-Y tú, ¿de dónde has salido? -preguntó mirando a la chica que había ido a sentarse también sobre la cama, apoyando la espalda contra la ventana.
-¿Yo?
Vestida con la camiseta enorme parecía mucho más joven de lo que había pensado al principio.
-¿Cuántos años tienes?
-Dieciocho. Pero parezco mayor, ¿verdad? Aprobé todo en junio y con buenas notas, que lo sepáis. Aunque no hice la Selectividad por un problema en casa -se quedó un momento mirando al infinito como si no supiera si continuar o no, pero al final decidió seguir-. De momento trabajo en el aeropuerto. Quería en una perfumería, pero al final, en el McDonald’s. ¡Todo el día oliendo a fritanga! Un asco, pero qué remedio. No tengo a nadie, ¿sabéis?
El tipo levantó la mirada del libro y la posó con cierta desgana en la chica. Ella siguió:
-Mi padre está en Polonia, creo. Hace mil años que no le veo. Pasa bastante de mí. Bueno, o eso pensaba antes. Después de lo de mi madre, están cambiando mis perspectivas.
El larguísimo pelo rubio le caía lacio sobre los hombros. Miró a sus interlocutores por un momento, como calibrando lo que iba a decir, pero, por algún motivo, no podía parar de hablar y continuó:
-Yo creía que mi madre era una buena persona. Una víctima y eso, pero ahora ya no sé. Hace un par de meses la detuvieron por intentar envenenar a su jefe. Ella dice que era un cabrón, que quería aprovecharse de ella, que le decía cosas. Pero, ¡joder!, le estuvo echando matarratas en el café dos semanas. Eso no es un impulso, ¿no?
La chica hacía la pregunta como si esperara respuesta, como si ella misma no lo tuviera claro.
-¿Te lo acabas de inventar todo ahora? -preguntó el hombre verdaderamente intrigado.
-¡Qué dices, tío! -gritó indignada-. Ya quisiera yo que fuera mentira.
-¿Cómo te llamas? -decidió intervenir, mediadora.
-Anna. Con dos enes.
-Yo soy Marta. ¿Y tú? -preguntó dirigiéndose al lector de Murakami.
-Jorge.
-¿Y cuál es tu historia, Jorge? Ya que estamos aquí y no parece que tengamos nada más que hacer…
-Yo estaba leyendo…
-Venga, hombre -intervino Anna-, a ver si tú dices la verdad.
Jorge dejó el libro boca abajo sobre el colchón con mucho cuidado de no perder la página y las miró con hastío.
-No sé por qué tendría que contar nada. Y, además, es que no hay nada que contar. Soy un triunfador. Tengo cuarenta y tres años, un buen trabajo, una casa, una moto nuevecita y múltiples adicciones. No he conseguido que nadie se quede a mi lado mucho tiempo, no sé muy bien por qué, la mayoría dice que es porque soy un gilipollas con discapacidad emocional y puede que tengan razón. Mi padre también era un buen tipo. No habría estado mal que se hubiera ido a Polonia. Pero no le culpo, ¿eh?, he tenido tiempo de mejorar y solo he conseguido perfeccionarme.
Lo había soltado todo casi del tirón, como si hubiera estado deseando decirlo mucho tiempo y de repente se hubiera abierto la presa de las palabras entre sus labios. A continuación se quedó callado con la espalda contra la pared y la mirada perdida.
-¿Y tú?- Anna la estaba mirando fijamente.
-¿Yo?
No sabía qué decir. Por su mente pasaron imágenes de los últimos días. Discusiones con sus compañeros de piso. Paseos silenciosos por la ciudad al anochecer. El deseo de huir o de gritar o de llorar o de morir…
-Yo, como él -dijo por fin-, solo que sin curro, sin casa y sin moto nuevecita. Tengo un coche viejo y treinta y ocho años. Eso es todo, creo. Es posible que por eso me dé un poco igual no saber cómo he acabado aquí y es posible también que por eso no me apetezca irme. ¿Qué más da, realmente?
-Tú no has dicho la verdad -intervino Anna.
-Nadie dice la verdad, chavala. ¿En qué mundo vives? -dijo Jorge saliendo de su estupor-. Tú tampoco has dicho toda la verdad y lo sabes…
-¡Calla! No tienes ni idea. Todo es culpa tuya -Anna le miraba irritada y a la vez confusa-. Voy a llegar tarde al trabajo por tu culpa, ¡por vuestra culpa! -gritó furiosa.
-Pero, ¿qué dices? -intervino, algo molesta-. ¿A qué viene eso ahora? ¿Qué culpa tenemos nosotros de la lluvia?
-La lluvia…-murmuró Anna entre dientes-. La lluvia está helada. Aunque es agosto, ¿no? No lo entiendo, ¿por qué tiene que estar tan fría?
-Anna, ¿estás bien? -preguntó, un poco preocupada. La muchacha tenía la mirada perdida y hablaba sin sentido. Algo de un semáforo y de un patinete.
-Me he dejado el patinete fuera -dijo de pronto poniéndose en pie-. Se va a estropear y voy a llegar tarde. Yo me voy.
-Pero con la que cae…
Miró hacia la ventana, pero ya no llovía. Ni una gota.
-Me voy.
-No puedes irte -intervino Jorge, mirándola con condescendencia.
-No. Tú no puedes irte, por que eres un cobarde de mierda, pero yo me voy y si tú fueras lista -dijo mirándola a ella-, también te irías. Ahora que no llueve…
Anna se puso en pie, se calzó sus deportivas empapadas y agarró su ropa mojada que estaba tirada en el suelo.
-¿Te importa que me lleve tu camiseta? Prometo que te la devuelvo si sales de aquí.
-No, no, llévatela. Ya te he dicho que no es mía.
Anna se le acercó en su camino hacia la puerta y le dio un beso en la mejilla.
-Eres buena -le susurró-, vete.
La muchacha abrió la puerta y les echó un último vistazo con cierta melancolía y a continuación salió y cerró suavemente.
(Continuará), si nada lo impide…