Viernes Santo

        El humo del incienso le nubla los sentidos por un momento.

        La calle está sorprendentemente vacía. Debe de haber pasado una procesión hace poco. Se escucha barullo de fondo y algún clarín solitario. Camina despacio, titubeante. Parece cansada y confusa. Tiene la cara sucia de maquillaje corrido y las manos inquietas.

        -Dónde estáis- susurra para sí misma y se pasa los dedos temblorosos por el cabello enredado.

        -¡Dónde estáis!- grita con desesperación.

        No hay nadie. Solo ruido de fondo.

        Lleva horas vagando por las calles atestadas de la ciudad. Gente y más gente en cada esquina, en cada cruce, en cada avenida. Bares llenos. Risas. Niños vestidos de nazareno. Cirios. Cristos crucificados y Dolorosas desesperadas, como ella.

        ¿Dónde estaban? ¿Por qué se habían ido?

        Nadie los había visto.

        Cuando salió del baño del restaurante, nadie los recordaba. Su marido y su hija parecían haberse disuelto entre le muchedumbre.

        La habían tomado por loca. Los camareros querían llamar a la policía.

        Salió corriendo de allí. No podían estar muy lejos. Pero aquello era un laberinto de capirotes y calles cortadas que no llevaban a ninguna parte.

        Le había desaparecido también el bolso. No tenía móvil, ni dinero, ni DNI.

        Los había llamado a voces al principio. Una mujer muy amable se había ofrecido a ayudarla. Gritaron sus nombres por las estrechas calles del barrio de Santa Cruz, entre los turistas, tropezando con las mesitas de los bares que impedían el paso en algunos tramos. Pero al dar la vuelta a una esquina dejó de escuchar la voz de la mujer. Lo que parecía un viaje de estudios de adolescentes nórdicos la engulló y la escupió en un lugar que ya no supo reconocer. Siguió caminando, ahora ya en silencio, como en un trance extraño.

        Anduvo horas, analizó todas las posibilidades. La multitud fue creciendo según caía la tarde. Señoras mayores vestidas de negro, muchachos de traje, chicas perfumadas. Carcajadas, conversaciones, madres con carritos de bebé.

        Se sentó en un portal un rato con la mirada perdida. Tenía una intensa sensación de irrealidad. Pero allí estaba, le dolían los pies de caminar sobre los adoquines y sentía claramente el frío en los brazos y en el rostro por la cercanía del río. Aquello era real. Imposible, pero real.

     

         Alguien ha entrado en la callejuela. Es un hombre mayor, vestido de traje.

        -¿Se encuentra bien, señora?- pregunta.

        -Sí, sí- contesta, retrocediendo un poco.

        No quiere hablar con nadie. Vuelve a echar a andar hacia el final de la calle y gira a la derecha.

        Más gente. Luces. Un semáforo. Lo que parece la sirena de una ambulancia de fondo. Incienso, azahar, humedad, frío. Empujones. La marea humana la lleva en volandas hasta una plaza ancha. Es tarde. La hermandad de El Cachorro ha empezado ya a cruzar el río hacia Triana. Clarines. Tambores. El Cristo con cara de gitano mira hacia el cielo contorsionado encima del paso. Hay luna llena.

        Respira despacio y cierra brevemente los ojos para dejar que los tambores retumben en su pecho, como en una estancia vacía.

        -¿Mami?. Mami, que te has quedado embobada-. Andrea le agarra de la mano y la mira divertida con sus ojitos traviesos.

        -Vamos a irnos ya, ¿no?-, dice su marido a su lado.

        -Sí. Hace frío-, contesta ella.

        Los tres dirigen sus pasos hacia el puente atestado caminando tranquilos. Se funden entre otros cuerpos. La música de la marcha sube y lo inunda todo. Algunos reparan en la imagen familiar. La niña salta y ríe. La pareja se agarra de la mano con cariño.

       

        Otros ven pasar a una mujer sola, con la mirada perdida y la cara sucia. Una loca que atraviesa el río entre la multitud, como ida. Atravesada por el sonido de la banda, difuminada entre el humo del incienso, desapareciendo a lo lejos bajo el reflejo intenso de la luna de abril.

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